Muchas veces me descubro pensando en algo
que me dijo una vez mi papá: “uno siempre se acuerda de la primera vez que hizo
alguna cosa, pero nunca sabe cuál será la última”. Creo que la frase no era así.
Era más bien un paralelismo, era algo como “uno siempre se acuerda de la
primera vez, pero nunca de la última” o “uno recuerda la primera vez que hizo
algo, pero no la última”. De una u otra forma, creo que siempre mantengo esa
mirada retrospectiva. Muchas veces me descubro midiendo el tiempo hacia atrás e
inventando imaginarios e irrelevantes aniversarios. “Hace diez años”, me digo, “conocí
a una persona”, “hace diez años”, me repito, “también empecé la facultad, hace
una semana, en esta hora, desbordó el agua de la terraza y se arruinó la pared,
hace cuatro meses, un día como hoy, dejé de pagar el monotributo, hace tres
años y veintisiete días tengo este trabajo”. En algún sentido, termino concibiendo
los días como finas capas de una cebolla, translúcidas y superpuestas, que
puedo atravesar sin mayores complicaciones.
I.
Este
último jueves, le dieron el título de médica a una de mis mejores amigas de la
infancia. Tiene 29 años y es médica. Es doctora. Cura gente, de verdad, o sea,
es médica. Cuando éramos chicas, me acuerdo, ella decía que quería ser médica
forense y a mí me parecía que ese decir podía asustar a otros: “¿Qué querés ser
cuando seas grande? Médica, médica forense”. Ahora, ella reniega de esas
decisiones. “Si volviera a elegir, sería ingeniera porque la medicina es una
mierda”, me hizo saber la semana pasada. Muchos años esperando una vocación que
ahora ya se desdibujó ahogada en el sistema, o en la adultez, que es un poco lo
mismo.
Lo
que me gusta de nuestra amistad es que siempre tendemos a pesar las cosas de la
misma manera. Por ejemplo, el otro día me dijo que unos amigos de ella se iban
a casar, que él tuvo millones de aventuras, que ella dejó todo por él, que
están felices. Yo pienso “¡qué horror! No les va a durar la felicidad” y me
calló porque lo que pienso es horrible. Y, entonces, en medio de esa soledad
del pesimista, ella, mi amiga de la infancia, la médica, la doctora, mi amiga
dice “con todas esas aventuras, y ella, dejando todo por él, no van a ser
felices mucho tiempo”. Sonrió. Con ella, me siento menos sola en mi pesimismo.
Cuando
salió de recibir el título, me dijo que no le salió ni una sola lágrima. Yo
había llorado a lágrima viva. Siempre que la veo venir hacia mí, es como si
caminara por el patio del colegio. Pasaron veinte años y para mí, ella está
igual que siempre, solo que ahora tiene 29 años, es médica, es doctora y cura
gente.
II.
Este
año hace diez años que empecé la carrera. Hace diez años estaba cursando la
materia que ahora enseño. Miro a mis alumnos y deseo profundamente que en diez
años ellos estén donde hayan querido estar, tal como me sucede a mí ahora. A
pesar de que todo cambio, todo sigue igual de alguna manera.
Durante ese primer año, en una materia, nos pasamos tres meses analizando
un cuento de Saer. Un cuento horrible de Saer. Sombra sobre vidrio esmerilado.
Recuerdo dos cosas de ese cuento: “hay que romper la camisa de fuerza del
soneto” y “a veces es necesario que todo cambie, para que todo siga como
siempre”. Que recuerde esas dos cosas quizá implique que el cuento no era tan
horrible. En ciertos momentos, vuelvo a esa historia y descubro, siempre
novedosamente y con sorpresa que la frase en verdad dice “Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una
lo que le permite a una seguir siendo la misma”. Todavía no decidí si las dos
expresiones son antagónicas o no. Por momentos, creo que no, por momentos tengo
la certeza de que sí.
III.
La
primera vez que tomé un café tenía como siete u ocho años. No era un café lo
suficientemente bueno como para justificar
la pasión que desató desde entonces. Seguramente, el hecho de tener una
alergia al chocolate, de no poder tomar la chocolatada diaria ponía en
evidencia la falencia de poseer una bebida propia e identificatoria en
desayunos y meriendas.
Mirábamos
televisión con mi mamá y mi papá. Mi papá y yo siempre nos sentábamos en el
piso del living y mi mamá se ponía en una de las sillas de la mesa. Siempre
fueron posiciones tan naturales que no recuerdo cómo ni cuándo ni si hubo una
decisión explícita para la elección de cada sitio. Debió ser, claramente, pura
arbitrariedad.
Lo
cierto es mi papá tenía una taza pequeñita con una bebida oscura y amarga, y a
esas alturas ya bastante fría también. Hice la pregunta pertinente “¿qué es
eso?, ¿puedo probar?”. Mi papá miró a mi
mamá o mi mamá miró a mi papá. Se miraron. Y yo probé el café en una especie de
rito iniciático. No me gusto, por frío, por amargo, por oscuro. “Con leche te
va a gustar más”, dijo mi mamá. Y sí. Tenía razón, como siempre tienen razón
las mamás.